Para este artículo, la segunda parte de un maravilloso paseo por Roma, recomiendo leer la primera parte en este post: PARTE I.

 ...Vuelvo medio llorando, emocionado casi, dando un rodeo mayúsculo para evitar repetir la misma calle en sentido contrario, aunque ya haya repetido la mayoría de las calles del centro en otros eternos paseos.
Me hago pasar por autóctono, me alejo de turistas y otros grupos que lleven cámaras colgadas al cuello. Me muevo como si fuera de allí, como si fuera de camino a casa de un amigo o a casa de un familiar. No utilizo el mapa. Tampoco me hace falta ya. Pero me paro frente a las columnas enormes del templo de Adriano. Carcomidas, pero majestuosas, se hunden en el suelo varios metros más para decir “Eh, mira lo insignificante que eres, con lo que yo llegué a ser”. Me voy, mirando hacia atrás, pendiente de sortear a turistas y más turistas. Callejeo y evito distraerme con ninguna italiana. Ya en mi adolescencia me distraje con Manuela Arcuri y tuve bastante.

Llegué al Panteón, demasiados turistas para algo que ya conozco de memoria. Pobres, sólo siguen los consejos de una guía barata que les vendieron tres hindúes al llegar y no conocen lo cerca que están del elefantito de Bernini y de Santa María Sopra Minerva, de sus techos azules o sus vidrieras que dejan pasar la luz como si el mismísimo Dios estuviera haciendo acto de presencia.

Me marcho. Cruzo y paso un estadio, el que hubo hace menos de mil años en la Piazza Navona. Sus estatuas imponentes en el centro te hacen olvidar que ahí hubo más de una cuadriga destrozada por el odio de las gradas, como más de un extranjero en la Serie A, incapaz de sostener la presión de los tifossi y de un ambiente tan peculiar. La cruzo para beber agua en una de sus fresquitas fuentes puestas en el suelo, pero me dirijo al Campo di Fiori, ya es hora de que vayan recogiendo los puestos del mercado.

Cientos de zingari o gitanos pegan gritos llamándose unos a otros. La mayoría ríen a carcajadas mientras discuten sobre la pretemporada y la Eurocopa, “porco tedesco”. Todo me recuerda a casa, a Sevilla o Andalucía. Mediterráneo, sur y latín. Montones de basura ensucian los pies de la estatua de Giordano Bruno. Allí de pie, con su capucha, como cualquier ultra. Quemado por llevar la contraria en su tiempo y considerar al mayor de los astros como una estrella más, sin darle más importancia que la que tiene, superando a Copérnico y asustando a los contemporáneos. Por eso llevaría la capucha puesta, para que quienes siguen encumbrando a soles ridículos sin prestar atención a lo que verdaderamente tienen alrededor le señalen por enamorarse de lo poco habitual, de lo menos estético, menos llamativo. Me quedé mirándole a los ojos. Nos mirábamos. Impone mucho cuando te fijas en su cara, normalmente poco iluminada por el efecto de su capucha. Ahí seguía de pie. Tuvieron que pasar siglos para que pudiera decir “Lo dije”. Así que su victoria le sabría mejor. Me fui no sin antes dejarle una mueca, una sonrisa leve.

Me asomé al Tíber. Un par de meandros y llegaría al Teatro de Marcelo. Mejor conservado que muchos de los teatros y estadios de fútbol de Italia. Parece que el Mundial del 90 fue el último empujón de reformas que algunos estadios vivieron y ahora están condenados a caerse poco a poco entre sus ruinas, como ya pasara con otros estadios algunos siglos antes.

Vi cómo el río escondía tanta historia, mucha de ella anclada en el fondo sin que nadie la rescate. Recordé al Libanese negociando con los Servizi Segreti a los pies del Puente de Sant’Angelo y cómo esa serie-novela-drama-historia me llevó a una Roma verdadera, más decadente que la que veo de visita, la Roma de la Magliana o Testaccio. Recordé, al hilo, la frase -totalmente verídica- de un miembro de los Savastano, en Nápoles, que decía “Aquí en Napóles el que pega más tiros es Hamsik, pero yo no fallo tanto”. Y también al hilo, recordé cómo Hamsik tuvo que mediar en la final de la Coppa de Italia entre Nápoles y Fiorentina para que Gennaro di Tommaso permitiera comenzar el partido, tras una hora de retraso por las presiones realizadas por el líder mafioso. Otras tantas historias recogidas por Enric González se me vinieron a la cabeza. Me entraron ganas de leer su libro de nuevo.

Un torrente fuerte de agua baja por el Puente Garibaldi, justo antes de la isla tiberina, arrastrando toda la porquería que sueltan sus excelentísimos cardenales, esa parte noble de la ciudad eterna que no para de criticarla pero que sabe lo importante que es en la historia y la fe de sus tifossi. Nunca conviene dejar de lado al público, como la Lazio hizo con sus ultras en el Estadio Olímpico romano, que siguen protestando a día de hoy por un reparto extraño de los asientos y la ubicación de los ultras.

Ya veo de nuevo la Piazza Venezia, se acaba la enorme caminata que comenzara en el mismo punto casi. Me resisto a terminarla. Todavía hay luz. Es tarde, pero hay luz. Me da tiempo, pensé. Así que en vez de volver a bajar hasta el imponente Colosseo, subí hacia el Mercado de Trajano y me escondí por la Vía della Pilotta, que no del Palone, como si mi madre me estuviera buscando o estuviera preocupada por dónde estaba. Bajé por su estrechez, rodeado de sus preciosas casas, con hiedras y buganvillas subiendo hasta la planta alta por sus desconchadas paredes, cruzando un par de arcos, tras la Galería Colonna y la Pontificia Universitá Gregoriana. Casi en un abrir y cerrar de ojos (in ictu oculi), cuando menos te lo esperas, después de tanta estrechez y en un hueco demasiado poblado que forma la Piazza, aparece la majestuosa Fontana di Trevi.
Embelesadora. Blanca perfecta. Recién restaurada. Con cientos de turistas a sus pies haciendo fotos, tomando helado, tirando monedas de espaldas, la imponente estatua desafía a quien todavía prefiere visitar otros lugares del mundo antes que su plaza. Neptuno poderoso, esta vez sin tridente, pero con un par de tritones, amenaza y te hipnotiza, mientras los fuertes chorros que caen como pequeñas cascadas le sirven como musiquilla que acompaña el hechizo. Agripa y Trivia vigilan la escena en un segundo plano, como esos policías urbanos que controlan a la masa de chinos y japoneses que hacen como que no se enteran de nada. Detrás, de fondo, aunque no me dé cuenta, hay un arco imponente con impresionantes columnas que surge del palacio Poli, el edificio que parece estar en otra plaza distinta.
Ahora sí, se acabó el viaje. Igual que la última vez que vine. Sentado a los pies de la Fontana. Con los ojos vidriosos y a punto de reventar a llorar. Por insignificancia, por la emoción, por no estar en el mejor momento, por mi admiración a Roma, su historia, su fútbol y su personalidad tan cercana a la nuestra en el sur… no lo sé. Pero la Fontana no deja levantarme. Neptuno sigue mirándome y ordenándome que le admire. A él y a sus acompañantes. Todos blancos impolutos. Sigo sentado, ya sólo escucho el agua caer al nicho. No hay pensamientos, ni recuerdo nada. No hay más. Toda la filigrana y maravilla del barroco plasmada en piedra.
Cuando me pongo de pie caigo en la cuenta de lo tarde que es. Ya sí es casi de noche. Toca volver al hotel. Si fuera otra época me cerraría la sudadera, me pondría la capucha y metería las manos en los bolsillos. Nadie podrá discutírmelo, sé que llevo razón. Algún día veréis el Calcio y lo diréis.


Nota del Autor: Artículos dedicados a beinSport, que me está ayudando a vivir el ambiente de ese fútbol podrido y a veces casi tercermundista como es el Calcio después de muchos años encerrado en mis propios equipos y en mis libros y apuntes; y a la revista Panenka, que a través de su proyecto, demuestra que es posible gustarte el fútbol y la cultura a la vez.

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